Respuesta a la pandemia de COVID-19 en poblaciones urbano-marginales y rurales en América Latina

15 de Abril de 2020

La falta de acceso al agua en zonas urbano-marginales y rurales dificulta poner en práctica medidas de higiene básicas como lavarse las manos con frecuencia.

Nota: Este blog forma parte de Lustig, N. & Tommasi, M. (2020). El COVID-19 y la protección social de los grupos pobres y vulnerables. UNDP. (Próximo a ser publicado)

 

Aunque toda la población es susceptible a adquirir la infección por el virus que causa COVID-19, cuando la transmisión ya no está aislada a los casos iniciales—que en muchas partes de América Latina están asociados con los viajes al extranjero y una posición socioeconómica alta—el mayor riesgo de exposición al virus se traslada a las personas que viven en condiciones de hacinamiento, donde no hay acceso al agua y al saneamiento y donde la subsistencia diaria depende de trabajos informales que requieren contacto con otras personas. Esas son precisamente las características de los hogares en zonas urbano-marginales y las razones por las que seguir las recomendaciones de higiene, confinamiento y distancia física son más difíciles, sino imposibles, de llevar a cabo. Por otro lado, la prevalencia de enfermedades crónicas que predisponen a las complicaciones más graves de la COVID-19, como la hipertensión, la obesidad o la diabetes, son más prevalentes en las poblaciones que viven en condiciones de pobreza. Por ello, el análisis de la determinación social de la salud, en particular en estas poblaciones, es una herramienta esencial en la respuesta a la pandemia de COVID-19.

En comunidades rurales en situación de pobreza, donde la pandemia está llegando o llegará, las dificultades son diferentes a las del hacinamiento de las zonas urbano-marginales. Por un lado, están más distantes de los servicios públicos, en particular de los establecimientos de salud equipados para atender a las personas que desarrollen complicaciones por la COVID-19. Por otro, según la historia de cada país, las zonas rurales de mayor pobreza pueden estar pobladas por comunidades indígenas cuyos derechos son vulnerados de manera sistemática, tanto en el acceso a oportunidades como en la discriminación en los establecimientos de salud.

Por ello las campañas de información y las políticas públicas tienen que ser transparentes y estar adecuadas a las distintas condiciones de vida, y en particular a las de las poblaciones que sobreviven con mayores dificultades tanto en zonas urbanas como rurales. Para lograr una mayor adecuación, es indispensable contar con la participación de personas que viven en estas comunidades y de organizaciones comunitarias que tienen trayectoria y credibilidad en esas zonas, ya que se trata de quienes tienen mejor conocimiento de las necesidades de la población y de su capacidad de aceptar medidas que van a requerir una adaptación temporal o de medio plazo a nuevas formas de organización social. Ante el avance de la pandemia, es indispensable que las comunidades urbano-marginales e indígenas formen parte de la elaboración de políticas públicas que sean equitativas, que promuevan la prevención de la transmisión, que faciliten el aislamiento de las personas sintomáticas y el tratamiento de quienes desarrollen complicaciones sin que ocurran instancias de discriminación.

Al mismo tiempo, es indispensable que estas políticas públicas se establezcan con perspectiva de género, ya que las carencias y necesidades de las mujeres, en particular si están a cargo de niños, personas mayores o personas con discapacidad o si sufren violencia por parte de sus parejas, requieren una priorización particular. Es importante señalar que los sistemas de atención a niños en edad escolar se han transformado por el cierre repentino de las escuelas, lo cual se traduce en mayor carga de responsabilidad para las personas que los cuidan, que en la mayoría de los países de América Latina suelen ser sus madres—muchas de ellas, adolescentes. La responsabilidad que exige el cuidado de familiares puede retrasar la búsqueda de atención cuando la persona a cargo desarrolle síntomas de la COVID-19 o de otras condiciones de salud. Por ello las políticas públicas y la acción comunitaria deben ser proactivas en la búsqueda de las mujeres que se sientan imposibilitadas para salir de sus hogares para buscar atención, así como de las personas mayores que vivan solas, lo cual puede ser incluso más difícil en contextos de alta inseguridad callejera.

La falta de acceso al agua en zonas urbano-marginales y rurales, que dificulta poner en práctica medidas de higiene básicas como lavarse las manos con frecuencia, deben subsanarse, a corto plazo, con mecanismos diarios de distribución de agua que lleguen a las comunidades (con camiones u otros medios de transporte) y, a medio plazo, con la construcción de sistemas de abastecimiento de agua y saneamiento que formen parte de los planes de urbanismo donde exista precariedad y que a la vez contribuyan a disminuir el hacinamiento en los hogares.

La prevención de la transmisión del virus en las personas que sobreviven con trabajos informales requiere, en un plazo inmediato, de la prestación de transferencias monetarias que les permitan subsistir, como se está realizando en la República Dominicana con el Programa Quédate en Casa, sin necesidad de salir de casa y exponerse al riesgo de adquirir el virus que causa COVID-19. A medio plazo, la precariedad de estas formas de trabajo, como la del trabajo doméstico desprotegido, requiere dotarlo de protecciones sociales.

Debido a la imposibilidad de aislar a las personas mayores o con condiciones crónicas como la hipertensión o la diabetes, o a familiares que desarrollen síntomas de COVID-19, en hogares hacinados, es indispensable habilitar escuelas, hoteles y otros espacios públicos y privados (ofrecidos sin ánimo de lucro o nacionalizados de manera temporal) donde las personas con sospecha de infección o con resultado confirmado puedan permanecer durante días y donde puedan recibir agua, alimentos y vigilancia clínica de la evolución de la enfermedad. Esta forma de atención debe ofrecerse de forma gratuita a la población, ya que cualquier gasto que suponga puede crear un obstáculo de acceso. Si estas personas están a cargo de personas dependientes, también es imprescindible que las organizaciones comunitarias, con el apoyo de fondos públicos, encuentren estrategias para facilitar el cuidado de las personas dependientes sin que conlleve ningún gasto para las personas con COVID-19. Las experiencias que existen de hogares maternos en zonas urbano-marginales y en zonas rurales en varios países de América Latina pueden servir de modelos para organizar los centros de atención con aislamiento. Idealmente, los equipos de epidemiología de campo de cada distrito de salud deberían realizar pruebas a cada persona que convive con alguien que ya ha recibido el diagnóstico, para aislarlas y vigilar sus síntomas, y rastrear otros posibles contactos de forma activa.

En caso de que los síntomas de las personas aisladas se compliquen, deben trazarse planes de traslado a establecimientos de salud equipados con la suficiente densidad tecnológica requerida para atender a los casos graves de COVID-19. En las zonas rurales, esto va a requerir una inversión en el transporte en ambulancias hacia hospitales con unidades de cuidados intensivos o en la disposición de modos de transporte alternativos que permitan el traslado seguro de los pacientes. Sería contraproducente esperar que las personas que viven en zonas urbano-marginales y rurales encuentren por su cuenta, tal como se ha esperado de ellas hasta ahora en muchos confines de la región, su modo de llegar a un hospital, que les admitan y que les atiendan con la urgencia y la calidad requerida.

Al mismo tiempo que se trazan estos mecanismos para trasladar a las personas con COVID-19, tienen que aprovecharse para atender a las personas de las mismas comunidades que requieran atención en salud que no pueda posponerse, como la vacunación y la atención de enfermedades infecciosas, la atención en salud sexual y reproductiva (incluyendo la anticoncepción, el embarazo, el parto y el aborto), la dispensación de medicamentos para las enfermedades crónicas y mentales, las cirugías de emergencia y la atención a las personas víctimas de violencia y de accidentes, entre otras acciones.

Aquí surge la cuestión de a qué hospitales deben encaminar a estas personas: ¿al más cercano que tenga disponibilidad de camas, ya sea público o privado, o al que corresponda según sus derechos o tipo de aseguramiento? Debido a la segmentación de los sistemas de salud en muchos países de América Latina, los ministerios de salud deben realizar acciones concertadas e integrales aún cuando requiera intervenir todos los sectores de la salud, como se ha realizado en España para dar respuesta a la pandemia. Eso incluye disponer del personal médico y de enfermería formado y en formación, contar con el inventario de todos los establecimientos de salud y con el acceso a las camas hospitalarias en unidades de cuidados intensivos, ya sean públicas o privadas. Cuanto menor sea la segmentación actual, menor será el reto y mayor la rapidez de respuesta.

Al mismo tiempo que se desarrolla con urgencia la respuesta a la pandemia, “es esencial, también con urgencia, reflexionar sobre las causas estructurales no solo de esto, sino también de otros procesos epidémicos” y otras prioridades en salud pública. Aunque las medidas se diseñen para un plazo inmediato, el éxito de estas estrategias va a permitir, cuando superemos la pandemia, el fortalecimiento de los sistemas públicos de salud y el replanteamiento necesario de las prioridades orientadas hacia la equidad en salud para las próximas décadas.

 

¿Comentarios? Escríbe a acastro1@tulane.edu